Era yo, tras la ventana testigo de aquella primera tormenta anunciada del invierno.
El viento y la lluvia no fueron tan fuertes como mi curiosidad de saber como se vería todo desde arriba del espigon, bastión de nuestro pequeño pueblo. Mi gastado impermeable obró de escudo ante las fuerzas de la naturaleza.
Las olas embravecidas golpeaban sin pausa una y otra vez las piedras grises del paredón cargado de mejillones y algas.
Cuando vi el cuerpo entre la masa de agua, lo confundí por un segundo con un pez. -Dios mío – pensé.
Paco, el pescador nunca llegó a casa aquella noche, un resbalón lo tiro de la cubierta de su pequeña barcaza en el puerto, mientras aseguraba amarras.