lunes, 7 de mayo de 2012

BECQUER DUERME EN EL RIO DE LA PLATA



BECQUER DUERME EN EL RIO DE LA PLATA

Carta a un viejo amor.

Mi querido Becquer,

Comienzo estas líneas sentada en la mesa de trabajo de tu cuarto. Tu madre se ha ido a la panadería con la excusa de comprar algo para acompañar el mate.

Lo mas probable es que intuyó mi necesidad de quedarme un rato con tu recuerdo; escribiéndote estas palabras que quedarán guardadas entre tus cosas en este mismo lugar, que desde hace 34 años quedó suspendido en el tiempo. Aquí parezco haber regresado al pasado, todo esta como lo dejaste y cuando me vaya de esta casa no solo me despediré de esta historia, también habré cerrado este círculo que comenzó cuando te conocí.

Es tanta mi emoción, que me siento como montada en la cima de la montaña rusa mas alta del mundo.

En este tiempo de computadoras, correos electrónicos, celulares y mensajes de texto, me encuentro escribiéndote a mano en este viejo cuaderno que encontré en uno de tus cajones. A medida que escribo, hago un esfuerzo para desviar las lágrimas que amenazan borronean las palabras de los renglones.

¡Si me vieras! Soy toda una señora, con unos cuantos kilos más, canas que tiño religiosamente cada mes, y hasta seré abuela en 4 meses. Cada día me parezco más a mi madre.

Ni rastro ha quedado de aquella jovencita de cabello largo, inocente, casi etérea. La hippie de túnica de bambula que por casualidad cayó en el puesto de la plaza de San Telmo cuando vendías las pulseritas de cuero y plata que hacías, entre sombreros antiguos, porcelanas Limoges y discos 45 de pasta.

Lo nuestro fue un flechazo instantáneo, y feliz la coincidencia de encontrarnos en el subte aquella noche que me acompañaste a casa cuando bajé en la estación Boedo.

De allí en adelante fuimos inseparables. Los zaguanes oscuros del barrio fueron testigos de nuestros besos, de nuestras charlas hasta la madrugada, de aquellas horas que volaban cuando estábamos juntos.

Miro alrededor, y te vas a reír, pero tu cuarto es un museo de los 70’.

En la pared, los pósters de las películas que te gustaban, Taxi driver, Carrie, La profecía, El ultimo tango en Paris.

Abro el placard y tu ropa ya no tiene tu olor, un denso olor a humedad lo invade todo. Creo es el olor que tiene Buenos Aires.

En la mesa de noche están tus fotos. La de chiquito con tu abuela en Punta Mogotes y otra con tus compañeros de escuela.

Más atrás está la foto carnet blanco y negro que tantos años tu madre llevó sobre una pancarta los días jueves a la Plaza de Mayo.

En un marquito de madera veo la foto que nos sacamos juntos el día del recital en La Rural, cuando tocaron Los Jaivas y León Gieco para el día de la primavera.

Tus libros favoritos de la adolescencia mas los de la facultad, ocupan toda la repisa sobre la cama. Revolviendo, encuentro el libro de leyendas de Gustavo A. Becquer que era de mi abuelo.

¡ Mama se enojó tanto cuando te lo regalé! No pude dejar de hacerlo. Tus amigos de la escuela te apodaron Becquer por que decían te parecías al escritor y más por tu nombre, Gustavo, aunque solo tu familia te llamaba así. Para los amigos y para mi eras Becquer como el poeta del siglo XIX.

En la pared, los banderines de San Lorenzo. Junto a la cama, los botines de football. En el segundo cajón tus herramientas para trabajar la plata y el cuero. Sobre la mesa, la máquina de escribir. Tu amada guitarra, en su estuche junto al placard.

Todo muy bien acomodado y sin rastro de polvo, en el exacto lugar que ocuparon desde que te fuiste en ésta quietud exasperante.

Tus preciados discos apilados uno tras otro, John Denver, Simon & Garfunkel, Crosby Stills & Nash, Led Zeppelin, Génesis, Aquelarre, Pescado rabioso, Almendra, Arco Iris, Tanguito, Sui Generis, Vox Dei, Vivencia, Pastoral.

Pongo Pastoral en el Winco y me sorprendo de que aun existan tocadiscos en el mundo.

Quiero atrapar el sol,

en una pared desierta.

Me siento tan libre que

hasta me ahoga esa idea, me hace mal

la realidad de saber que el perro es perro y nada mas.

Recuerdo aquel verano que nos agarro la tormenta por la calle y llegamos empapados a este mismo cuarto. Con la casa vacía, pusimos este tema que estoy escuchando ahora “en el hospicio” mientras nos desvestíamos el uno al otro, nuestras vergüenzas y pudores fueron quedando atrás, fue ésta canción testigo de aquel amor recién estrenado.

Me doy cuenta que falta un disco…el de Moris, “ciudad de guitarras callejeras” aquel que me ibas a prestar el día que quedamos en encontrarnos.

Te esperaba en el café de siempre, sobre la avenida San Juan. Nunca llegaste, venias de la facultad a un par de cuadras de allí. Te esperé por casi dos horas hasta que no quedó nadie en el café. Tu madre me llamó al otro día temprano preguntando por vos. No habías llegado a dormir. Cuando le dije que te había estado esperando y nunca apareciste a la cita del café, un relámpago negro nos traspasó a las dos. Algo estaba muy mal.

No quedó comisaría, hospital, amigo, familiar, café o vecino al que no le hayamos preguntado por vos. Nadie sabia de tu paradero.

Pasaron tres días cuando recibimos el llamado de la madre de José Ponce, nuestro amigo, de la imprenta, avisando que a José lo habían mandado de “emergencia” fuera del país después que unos tipos de particular a bordo de un Falcon verde habían dado vuelta la casa, una semana atrás. Ella también estaba escondida en no se donde. La cana nunca dio con José por que por esos días se había ido a lo de la tía en Palomar. Sin duda lo buscaban y al no encontrarlo, sabiéndote su amigo, dedujimos que los hijos de puta te emboscaron para saber de él . Según tus compañeros saliste a las 10 de la noche de la ultima clase. Después de eso nadie te volvió a ver.

Otros amigos de José desaparecieron en las siguientes semanas, por esa razón me fui a Pilar con Lola, la prima de mama. Después de eso, una tarde que no había nadie en casa, forzaron la puerta y revolvieron todo.

No regresé mas a casa y en cuanto pudimos, viajamos con papa a San Pablo a lo de Seba, su mejor amigo de la infancia. Movieron contactos y amigos hasta que por fin logré en Brasilia sacar el pasaporte y viajar a Suecia con unos amigos uruguayos de Sebastian.

Yo no entendía nada de lo que estaba pasando iba de acá para allá como una autónoma. Y aquel miedo que me paralizaba, esa angustia que me oprimía el pecho y no me dejaba dormir.

Durante el tiempo que estuve en San Pablo pensaba que en cualquier momento me ibas a llamar por teléfono o te aparecerías en la puerta.

Si me preguntás como es Estocolmo no te sabría decir, no tengo muchos recuerdos, creo haber estado anestesiada por mucho tiempo, trabajando monótonamente en algo que me consiguieron. Lo que recuerdo es el frío, ese frío intenso y blanco.

Se que allí estuve por mas de dos años. Hasta que un día Violeta, una de las chicas con las que vivía, me dijo “nos vamos” le había salido un trabajo de verano en Málaga.

El cambio de paisaje, de gente y de temperatura, me ayudaron a despertar y sentirme viva otra vez.

De a poco comencé a salir del letargo y a funcionar como persona nuevamente.

Trabajábamos en un restaurante de tapas, la gente era simpática y amigable.

Cada viernes de por medio llamaba a casa de mis padres para tener noticias. Las llamadas telefónicas eran carísimas en esa época, por lo que no hablaba mas de tres minutos, lo suficiente para saber que nada sabían de vos.

Al conseguir trabajo fijo, la estadía, se prolongó indeterminadamente.

A principios de abril del 82’ llegó la guerra de las Malvinas. Lo que decían las cartas y las llamadas telefónicas era muy diferente a lo que decían los telediarios.

Después llegó la democracia y Alfonsín al gobierno.

Un día caminando por la playa, me encontré a José Ponce. Charlamos y caminamos muchas cuadras, insistía en presentarme a alguien pero no me adelantó a quien. Llegamos a un barcito del centro donde conocí a Pablo, otro argentino que trabajaba allí, quien al decirle quien era yo, comenzó a contarme sobre un centro de detención clandestino, donde te había visto a finales del 78‘. Hablo de golpes, tortura, picana, celdas, ojos vendados y horrores que imaginaba pero de los que no quería saber. Era sentir el dolor en la llaga y el vértigo al borde de la cornisa. Lo último que me dijo es que te vio cuando te llevaban a rastras para subirte a un avión entre un grupo de varias personas, de las cuales no supieron ni volvieron a ver más. Fue allí que tuve la certeza absoluta de que ya no había retorno, y que vos descansabas en el Río, ese extraño Río de Plata color tierra que te cobija en el fondo. Entre lagrimas, sentí ganas de cantar una canción de cuna para que durmieras mejor.

A John lo conocí en el café donde trabajaba. Fue a fuerza de su insistencia y paciencia que me terminé enamorando.

Con el vivo en San Francisco hace casi 30 años. Es un gran compañero. La vida nos dio dos hijos hermosos.

A Buenos Aires volví varias veces pero nunca me animé a golpear la puerta de tu casa, hasta hoy.

Siempre soñé con éste día. Fue mucho el dolor pasado, pero sabía que en algún momento tendría que pasar a contarte de mi y a despedirme. Hoy fue el día, no me preguntes por que, yo tampoco lo sé.

Oigo a tu madre en la cocina, creo que el agua para el mate ya está lista, guardaré este cuaderno en el cajón donde estaba.

Imagino el sol reflejándose en el Río y vos, mi Becquer, con tu sonrisa de paz, navegando hacia el. Adiós amor mío, hasta siempre.

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